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¿Paraíso turístico en potencia o desastre social en camino?

Bogotá, Febrero de 2016

Por Federico Durán Soto

Cartagena de Indias… la sola mención de su nombre respira historia y heroísmo. Noches entre murallas y balcones preciosos desde donde se observan las mismas estrellas que guiaron a tantos corsarios y piratas, amigos y enemigos, conquistadores y colonizadores.

Esta cuna de sueños, libertad e independencia, esta bella esquina en el norte de Colombia ha pasado por una gran restauración arquitectónica durante años y su gran promoción a nivel internacional la ha convertido en un ícono turístico sin igual en Suramérica. Por varias revistas ha sido catalogada como uno de los destinos más románticos del mundo y se necesitarían enciclopedias enteras para describir la riqueza cultural de este bello patrimonio de la humanidad. Cartagena de Indias es ciertamente, uno de los lugares que más quiero y admiro de este país.

Aunque personalmente no considero a sus playas como su fuerte, anticipo a todos una pequeña excepción. Me referiré entonces a mi reciente experiencia en Playa Blanca- Barú, lugar que visité en lancha hace cerca de diez años y al que decidí volver el pasado miércoles 13 de enero.

Difícilmente alguien me hubiese convencido de que en la plataforma continental colombiana existiera una playa de tal belleza y esplendor. Su mar verde-azulado y turquesa, sus deliciosas y calmadas olas de suave espumar en la cresta, la finura y resplandor de sus blancas arenas supieron embrujar todos mis sentidos la primera vez que la visité. Fue un sentimiento hipnótico y abrumador que a lo largo de los años perduró en mi mente. Que alegría que en esta nueva visita tal belleza escondida en mis recuerdos no me decepcionara.

Esta vez, obtuve aún mayores recompensas, reencontrándome con bellas especies de corales, pastos marinos de gracioso bailar e infinidad de peces hermosamente coloridos en su espléndida variopinta de formas y tamaños. Entrar y gozar de sus deliciosas y placidas aguas fue un verdadero alimento para el alma, para el espíritu, para la conciencia, no importa la etiqueta, cualquier sinonimo es válido. Fluir entre su tibieza fue como ese abrazo de bienvenida materno, donde cada ola nos recuerda que nuestros ancestros bacterianos se gestaron en ese útero hídrico de la naturaleza.

Basta ese fugaz momento de infinito placer para confirmar que Charles Darwin “el naturalista inglés” siempre estuvo en lo correcto, convidándonos a entender con sólida certeza que de ahí, del sabio y viejo mar, venimos todos, absolutamente todos. Tan solo mirar hacia arriba y ahí está el astro rey vigilante, perpetuo y orgulloso, un verdadero cómplice del mar en la gestación curvilínea de la vida. Gratitud es lo único que se puede sentir ante semejante comunión con el planeta.

Aplacando con severidad la poesía del lugar es menos alentador contar la historia que nunca se ve, ni mucho menos se sospecha cuando se llega en moto a este rinconcito hermoso de la patria. Con sesgado nerviosismo decidí llegar al susodicho edén en mi propia bestia: La muy noble, muy leal y valerosa; la negrita consentida que nunca se queja por pasto, agüita o melaza. Solo gasolina corriente de la más barata, o mejor dicho, la menos cara. No será un secreto para nadie saber que detrás de todo paraíso hay problemas por resolver, pero el hecho de haber llegado por tierra a este paraje, me permitió conocer que en Playa Blanca y para desdicha de sus nativos y su gente los problemas no solo “no faltan” sino que… ¡ABUNDAN!

Tradicionalmente los turistas siempre han llegado en lancha rápida por el mar y posiblemente también, los cartageneros más intrépidos la habrán visitado algún domingo en familia partiendo en auto desde Cartagena hasta el ferry en Pasacaballos. Pero este servicio ya quedó en el pasado y hoy turistas y nativos pueden hacer el trayecto por tierra, cruzando el Canal del Dique por el nuevo puente de Barú.

Mi breve aventura comenzó por una larga y transitada carretera que atraviesa el sector industrial de Mamonal; se llega entonces a una intersección donde se debe doblar a la izquierda, pero si se descuidan las señales se puede ir directo al corregimiento de Pasacaballos, donde la pobreza te recibe con una bofetada en seco. Efectivamente me sucedió y en las que me vi para devolverme a la intersección correcta. Alguno de sus habitantes se apiadó de mí y se apresuró a informarme que no era un lugar adecuado para estar con una moto de alta gama y tras dos mil pesitos gentilmente me indicó una salida rápida y segura.

De vuelta y en la intersección apropiada di el giro correcto a la izquierda. De repente la carretera pierde su gran flujo y uno se siente liberado de tantas tracto-mulas, camiones y volquetas en clara competencia de velocidad que por momentos casi me hacen desistir de la aventura. El clima es despiadado, la vegetación agreste y los olores silvestres de las mata-montes van haciendo su debut salvaje.

A lado y lado del camino no se observan construcciones, pero algo me dice que esas tierras ya tienen dueños de gran copete en el interior del país quienes mantienen engordándolas para sus herederos en los próximos años.

Finalmente llegué a otra intersección, a la izquierda los avisos señalan Barranquilla, Sincelejo; y a la diestra de Dios Padre aparece un letrero tímidamente carcomido por la salinidad que anuncia orgulloso el consabido paraíso al que me dirigía… «Barú».

Girando a la derecha el tráfico casi desaparece pero no me queda duda que el fin de semana el atasco debe ser enloquecedor. Tras un par de kilómetros se comienza a divisar el “Puente de Barú” que une la -Isla de Barú- con Pasacaballos. El puente es bastante inclinado y a través de sus barandas amarillas contrasta el azul del cielo, como quejándose de la ausencia del rojo para completar el bien amado tricolor de la bandera.

La primera localidad que se encuentra aproximadamente a uno o dos kilómetros después de bajar el puente es Ararca, corregimiento que pareciera vivir en los años cincuenta, donde para orientación del suscrito me vi obligado a interrumpir un emocionante campeonato de dominó con 12 participantes de profundo color petróleo en su piel. Gentilmente me las dieron con gran cordialidad.

Más adelante se llega a Barú, donde basta una mirada para comprender la manifiesta desatención de la administración distrital. Los ojos tristes y cansados de sus habitantes reflejan la desidia del estado y en su sudor se transpira la condena de haber nacido en este resignado laberinto de pobreza. Mi tristeza e indignación aumenta al saber que todo éste abandono monumental se encuadra y enraíza entre terrenos adyacentes que hoy llegan a precios exorbitantes. Una clásica fotografía del tercer mundo, donde la pobreza y miseria de muchos llora su tragedia sobre la “riqueza futura” de unos pocos.

Dejando atrás el poblado, vienen más kilómetros a lo largo de los cuales los primeros empujes de la brisa marina me hacen tambalear con frenesí y tras algunos minutos de danza con el viento comienzan a divisarse muchas cercas y portones “a la nada” donde la “propiedad privada de terrenos ocupados por la maleza” se abre espacio a sus anchas hasta las escondidas playas que a todos nos pertenecen y a las que nadie puede tener libre acceso.

Por fin entendí tanta denuncia en los noticieros nacionales. A lo largo de varios kilómetros se va descubriendo un manto tenebroso que guarda intereses solo tan altos como los enormes capitales que los resguardan. Fue distancia suficiente para armar en mi cabeza un guion de novela donde la corrupción parece no tener parangón. Entre las delicias naturales de la ruta se me vinieron a la mente ventas ficticias, lugareños estafados, firmas obligadas, prescripciones fraudulentas, falsos testigos, documentos alterados, desplazamientos a rajatabla y un océano de dinero caliente rebotando de abogado en abogado. Una cruel película con libreto repetido donde los nativos solo reciben la inclemencia tortuosa de un sol que no da sombra, de un sofocante día a día que evapora con soberbia cada gota de esperanza. Todo esto, claro está, solo lo dibujo en mi mente, lo demás será pura coincidencia.

A pesar de que la Constitución colombiana recita que las playas no pueden ser propiedad de particulares, se deja entrever una clara y manifiesta violación de la ley respecto a estos cerramientos. Es obvio que las autoridades se hacen los de la vista gorda al respecto y es claro que grandes empresas y grandes capitales ya tienen madurando este “jamón pata negra” bajo el cobertizo. Una delicia al futuro, con sabores esplendidos solo alcanzables por una elegante minoría.

De nuevo en la ruta y tras un largo trayecto por una vía totalmente asfaltada con más y más cerramientos a lado y lado, un letrero a la derecha de la vía da la bienvenida a Playa Blanca. En este punto la dicha del asfalto se extingue y se entra a un camino destapado que al parecer se ha creado más con el esfuerzo de las manos de los nativos que con maquinaria de obra pertinente para estas vías. Existiendo semejante número de turistas, esta debería ser una seria opción para el sustento de estos nativos y sus familias. Tras unos 10 minutos muy cuidadosos, esquivando algunos huecos y piedras caprichosas por todas partes logré llegar a los parqueaderos sin caerme de la moto.

Debo resaltar que si se tiene prudencia y un cuidado moderado se puede llegar a los parqueaderos sin tener que cambiar la amortiguación del carro. Es de cuidado, pero no imposible. Muchos buses llenos de turistas se divisan parqueados y a la espera de sus bañistas al atardecer. Los parqueaderos no son más que dos grandes lotes acondicionados a trancas y a mochas para el estacionamiento de vehículos.

¿Y acá quien me responde de vuelta si no encuentro la moto?

Aquí nada pasa caballero, fue la respuesta recibida junto con una boleta de parqueo con escasa o ninguna regulación en caso de robo o pérdida. En otras palabras no me quedó opción diferente que encomendarme al espíritu santo que no tengo para encontrarla de vuelta.

Para no extenderme demasiado $7.000 pesos (carro) y $3.000 pesos (moto). Pago único y por anticipado para el minuto o el día completo. Desde este lote de parqueo se debe caminar unos 100 metros a lo mínimo, para divisar entre los árboles el primer tramo de playa. Pero de repente se llega a un precipicio donde agradeces al altísimo no haber podido convencer a la abuelita de acompañarte al paseo.

Tras hacer una llamada a mi seguro de vida y verificar los pagos de la póliza en diciembre, decidí lanzarme con valentía al descenso. Después de arriesgar los tobillos sobre mucha piedra acomodada a la carrera y múltiples escalones labrados en tierra viva por los lugareños a punta de pica, pala y machete, logré llegar tras unos 10 metros de descenso al ansiado nivel del mar. De antemano supe que para la vuelta me enfrentaría a mi primer “escalado profesional de roca”. Por decir lo menos, es la tapa de los colmos y otra prueba más del abandono sin sentido de sitios que pudieran ser tan rentables.

¿Qué puede significarle al estado construir 10 metros de escaleras para que los nativos, los turistas y los proveedores de bebidas y alimentos no se maten haciendo peripecias?

En resumidas cuentas: el acceso es una verdadera prueba de malabarismo donde cualquier anciano debería repensar semejante riesgo. Una vez abajo y en tierra firme se debe caminar unos diez minutos a lo largo de un penoso terreno donde las latas, los icopores y los plásticos de las gaseosas no retornables forman un collar de suciedad y desperdicio que desalienta hasta al más optimista. Ni siquiera es descuido de los nativos porque uno los ve hacer lo que humanamente pueden, pero la verdad es que no hay por donde diablos sacar esas basuras sin la posibilidad de resbalarse y partirse la cabeza contra una roca.

Realmente esto es un despropósito monumental que no tiene presentación. Una vergüenza absoluta. Tan solo unas mínimas inversiones en asfalto, unas escaleras dignas, unos parqueaderos seguros y administrados por una firma competente harían una diferencia bárbara donde no solo el estado recogería con creces la inversión, sino que aún más, estas comunidades tendrían sin lugar a duda más opciones de trabajo y la posibilidad de una vida digna que no se base en la piedad, la limosna y el acoso desbordado e incesante al que se somete al turista.

Playa Blanca es un tesoro que ha sido ignorado y despreciado por años. El pueblo cartagenero que ama su ciudad está en la obligación moral de presionar por estas mejoras. Se debe elevar el nivel de conciencia de la ciudad y rescatar del abandono a esta gente y región.

En nuestro país existe la equivocada creencia de que llevar desarrollo a los parques naturales es destruir su belleza. Es una premisa absolutamente falsa. De nada sirven parajes hermosos a los que nadie puede acceder. El primer mundo está lleno de ejemplos donde el desarrollo de estas zonas es lo más relevante para invitar al disfrute a propios y ajenos. Con instalaciones dignas se logran turistas y con turistas se logran fondos que a largo plazo se convierten en rentabilidad real y permanente. Solo de esta forma se puede llevar prosperidad a la región.

Este es un caso en que no se trata de grandes fondos para invertir, pero si se trata de falta de administración, si se trata de desidia y pereza regional y estatal, pero sobre todo, se trata de ajustar el enfoque y unificar voluntades en pro del bienestar de comunidades muy desfavorecidas.

Desde la construcción del puente y la carretera el flujo terrestre ha crecido de manera exponencial. Dicha playa está desbordando su capacidad los fines de semana. Todo esto trae profunda desorganización y caos en la playa y sus zonas aledañas.

La proliferación de vendedores ilegales y ajenos a la región ya es manifiesta. Debemos tener presente que un turista insatisfecho o molesto no da segundas oportunidades, simplemente cambia de destino.

De no tomarse con urgencia fuertes medidas de choque y control de visitantes y vendedores, este paraíso estará en la senda parroquial de convertirse como muchos otros sitios de Colombia, en un bebedero y bailadero popular donde las ollas del sancocho, la morcilla y la fritanga vienen preparados desde casa, condenando para siempre a los nativos de su única oportunidad de prosperar.

Un verdadero desastre social que todavía es evitable.


 

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