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EVARISTO Y LA TIERRA.
Bogotá, julio de 2012

Por Fernando Durán Camacho

EVARISTO Y LA TIERRA.

Se llamaba Evaristo pero para ahorrar tiempo todos los amigos y conocidos le decían “Eva”. Al principio se fastidiaba porque este es nombre de mujer, pero como él mismo decía, –uno se acostumbra a todo-. A lo mejor era por eso que todavía estaba soltero. De madrugada Evaristo recorría el camino que lo llevaba del rancho de invasión donde vivía, QUE ÉL MISMO HABÍA PARAPETEADO con desechos de bloques y latas de barriles estirados, cubierto a medias de la intemperie con pedazos de láminas de cinc bastante oxidadas y retal de eternit, hasta el “chircal” donde trabajaba toda la semana diez horas al día, descontando, eso sí, LAS DEL domingo.

Durante muchas noches DESANDABA el trayecto con el mismo pensamiento de la mañana que se le había metido en la cabeza, que solo le daba tregua mientras ocupaba las manos y la mente rellenando las gaveras con arcilla humedecida, - y un día después, si no llovía- desencajando y amontonando las piezas, una a una, para cargarlas en carretilla hasta los secaderos de donde otros las llevaban al horno de leña para terminar el proceso de darles dureza y consistencia.

En esa rutina, mientras iba y venía Evaristo volvía a preguntarse si en vez de ese ir y volver a diario, siguiera caminando sin parar ¿hasta donde llegaría? Entonces pensaba que debería haber un río muy grande y correntoso, lleno de cocodrilos y pirañas, imposible de atravesar nadando. Otras veces su inquietud continuaba atormentándolo, imaginando que se iba a encontrar de frente con una pared tan alta que era imposible de escalar, pero como a esa hora no tenía la cabeza ni las manos suficientemente ocupadas, los pensamientos seguían aguijoneándolo y se contra- argumentaba diciéndose: uno puede conseguir una barca con unos remos largos o una escalera bien alta y entonces, ¿Qué queda de ahí para adelante?

De modo que permanecía girando en un remolino de incertidumbre sin encontrarle solución al problema que lo desvelaba, que frecuentemente le impedía pensar en algo que no fuera lo mismo, que carecía de importancia para los compañeros a los que les había comentado y que le respondieron que ellos no tenían tiempo para esas preocupaciones que al final no dejaban nada, y que con llevarle a sus mujeres, después de tomarse unas “polas” los pesos devengados en el trabajo para que los administraran como entendieran, se daban por bien servidos.

Así fue pasando el tiempo hasta que un día, conmovidos los hados de la luz y del entendimiento se confabularon para reunir a varios muchachos hijos de los jornaleros, en el patio del chircal, donde terminaron jugando un partido de futbol con una pelota medio desinflada y arquerías de tres ladrillos superpuestos.

Y cuando ya descansaban, a Evaristo sin pensarlo le llegó la respuesta a sus preocupaciones: uno de los muchachos contaba que el maestro en la clase de Geografía les había enseñado que la tierra flota como si tal cosa en el aire, que no es plana como uno ve, sino redonda como una balón de futbol pero muchísimo más grande, que si uno

pudiera caminar todo el tiempo en línea recta se trazaba una circunferencia y llegaba al mismo punto de partida; que nadie se caía porque había una cosa que se llama gravedad, que no era la misma de cuando uno está enfermo, sino otra, y que eso era como un imán muy fuerte que no dejaba a la gente ni a nada elevarse ni desprenderse.

Esa noche Evaristo volvió a la casa distraído, con una sonrisa aparente desanduvo el camino sin meditar en nada importante mientras la luna, allá arriba, se movía con calma en un cielo sin nubes.

Bogotá, julio de 2012


 

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