A las 11:30 de la mañana comenzó el tiroteo en inmediaciones de la Plaza de Bolívar. A esa hora del 6 noviembre de 1985, 28 guerrilleros del M-19 irrumpieron por el sótano en el Palacio de Justicia. Los subversivos entraron en tres vehículos y en la incursión asesinaron al administrador del edificio y a dos celadores. Adentro los esperaban siete compañeros más. Afuera se quedó otro grupo, con igual número de guerrilleros, que no alcanzó a llegar a tiempo. Así comenzó la operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre. Una acción armada por medio de la cual el M-19 pretendía juzgar al presidente Belisario Betancur por haber supuestamente traicionado el acuerdo de cese del fuego y de diálogo que había sido firmado por ambas partes el 24 de agosto de 1984.
Betancur se había empeñado desde el comienzo de su gobierno en hacer la paz con los grupos alzados en armas. Estaba tan comprometido con este propósito que se había reunido en 1983 en España con Iván Marino Ospina y Álvaro Fayad, los dirigentes máximos del M-19. Fue la primera vez que un mandatario en ejercicio habló con los comandantes de un movimiento rebelde en plena lucha. Este encuentro señaló el comienzo del camino que culminó en los citados acuerdos del diálogo, que le dieron paso a una tregua frágil y una paz endeble que no alcanzó a durar un año.
Otty Patiño, uno de los fundadores del M-19, cree que esos acuerdos no fueron tomados en serio por ninguna de las dos partes; en ese lapso cada una intentó ganar ventaja sobre la otra y "la paz es la más vengativa de las diosas. Castiga duramente a los que no la toman en serio". El holocausto del Palacio de Justicia fue consecuencia de esa jugarreta con la paz entre los guerrilleros y el Presidente. Para apaciguar al numen de la paz fueron sacrificados casi un centenar de colombianos durante las 28 horas que duró el combate por el Palacio.
Antes de su muerte, en agosto de ese mismo año, Iván Marino Ospina le comentó a Pablo Escobar que el M-19 tenía la intención de tomarse el Palacio de Justicia para juzgar al Presidente y llevarse a los magistrados a otro país. La ilegalidad en la que se movían había permitido que ambos hombres se relacionaran. Escobar les prestó a los guerrilleros la pista de la hacienda Nápoles para que trajeran de Nicaragua los fusiles y el explosivo C-4 que utilizaron en la toma.
Mientras los subversivos preparaban el asalto, los magistrados de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) sentían los embates de los narcotraficantes. El 20 de septiembre de 1985 hubo una reunión en el Club Militar entre cinco funcionarios del gobierno y cinco magistrados de la Corte, presididos por Alfonso Reyes Echandía. El objetivo del encuentro era discutir las medidas de protección que se iban a tomar para resguardar a los cuatro magistrados de la sala constitucional de la Corte: Manuel Gaona Cruz, Carlos Medellín Forero, Ricardo Medina Moyano y Alfonso Patiño Roselli. Estos tenían a su cargo el tema de la extradición, por cuenta de la cual los dos últimos ya habían recibido amenazas de muerte.
En este encuentro se determinó que la Policía hiciera un estudio de seguridad del Palacio, el cual se llevó a cabo entre el 27 de septiembre y el 15 de octubre de ese año. Los resultados del mismo se presentaron en un consejo de gobierno el 17 de octubre. El día anterior el Comando General de las Fuerzas Militares recibió un anónimo en el que se denunciaba que el M-19 iba a tomar el Palacio el 17.
En previsión de cualquier eventualidad entre el 17 de octubre y el primero de noviembre la seguridad del Palacio fue reforzada con un oficial, un suboficial y 20 agentes de la Policía. Ese día terminó la custodia especial por petición del presidente de la Corte, Reyes Echandía, quien, según un oficio de la Policía, solicitó su retiro por su "espíritu civilista" y "por las continuas quejas que recibía por parte de los abogados litigantes y miembros de la Corte Suprema y del Consejo de Estado, quienes veían con extrañeza y por demás perjudicial las medidas extremas que se estaban tomando en el Palacio de la Corte".
Casi en el mismo instante en que los guerrilleros del M-19 irrumpieron en el sótano el 6 de noviembre de 1985, comenzó la reacción de las Fuerzas Armadas. El subteniente de la Policía José Rómulo Fonseca intentó ingresar por el sótano a repeler el asalto y fue herido de muerte. A las 12:30 de ese día, una hora después del inicio de la toma, 35 guerrilleros controlaban el Palacio y tenían a casi 300 personas como rehenes. Afuera el Ejército ya había establecido un perímetro de seguridad, dos vehículos Cascabel habían ingresado al patio interior del edificio y tres helicópteros de la Policía con miembros del Grupo de Operaciones Especiales habían intentado aterrizar en el techo. Uno de los helicópteros hizo vuelos rasantes y algunas descargas, luego de lo cual se levantó una densa columna de humo.
A la una y media de la tarde las tropas evacuaron a 138 personas y, según el testimonio que rindió el general Miguel Vega Uribe, ministro de Defensa de entonces, ese fue el momento en el que los guerrilleros les prendieron fuego a los archivos. Cuando los periodistas lograron contactar en medio de la toma a Luis Otero, el comandante del M-19 que dirigió el operativo, y le preguntaron por este hecho, les respondió: "Nosotros no los hemos quemado (.) no tenemos ningún interés en destruirlos". No obstante, las palabras del general y las del ministro de Justicia Enrique Parejo en el mismo sentido alimentaron la tesis que detrás de la toma estuvo la mano de Escobar.
El periodista Mark Bowden dijo en su libro Killing Pablo que el capo les dio un millón de dólares a los guerrilleros para esta operación en la que a la postre, por el incendio que se produjo y del cual nunca pudo establecerse con exactitud quién lo comenzó, se quemaron 6.000 expedientes. En la conflagración, que se convirtió en el símbolo de este holocausto, la temperatura alcanzó los 3.500 grados centígrados. El M-19 siempre ha negado esta versión de los hechos que los hace parecer como simples marionetas, pero su indudable cercanía con el narcotraficante debilitó siempre su defensa. Tampoco los ayudó que durante el asalto hayan muerto justo los cuatro magistrados de la sala constitucional y Echandía, quien había sido uno de los redactores del Código Penal de 1980 que autorizaba la extradición. Después del asalto del Palacio la extradición quedó herida de muerte y un año después la nueva Corte Suprema de Justicia la declaró inaplicable por un vicio de procedimiento.
El combate por el Palacio fue una debacle para los guerrilleros y una victoria pírrica para las Fuerzas Armadas. Para los intelectuales de izquierda el asalto del Palacio significó el entierro de la guerrilla como proyecto histórico. Eduardo Pizarro calificó la toma de una acción pueril. Y en efecto lo fue. Los guerrilleros se equivocaron en su apreciación de la situación política y militar que los condujo a hacer este operativo. Pensaron que podían repetir la experiencia de la embajada dominicana. Y no había tal. Betancur no tenía margen de maniobra. Se la había jugado toda por la paz sin ningún resultado. No le quedaba más alternativa que la guerra.
Los guerrilleros sabían que iban a ser atacados pero creyeron que les bastaba con resistir un poco el contraataque para lograr un cese del fuego y evitar ser arrasados. Con el Presidente neutralizado, el alto mando jugó sus cartas con rapidez: no iban a permitir el show de otra embajada dominicana y podían dar un golpe de mano para descabezar al M-19. Los guerrilleros al mando de la operación eran comandantes reconocidos: Luis Otero, Andrés Almarales, Alfonso Jacquin y Guillermo Elvecio Ruiz. Además los militares estaban con la sangre en el ojo. Desde el fin de la tregua en junio el M-19 había intentado volar 17 vehículos blindados en un batallón de Ipiales, había atacado el batallón Cisneros en Armenia y un comando había atentado contra el general Rafael Samudio Molina.
Esta lógica fue la que condujo a un golpe de Estado técnico. Con Betancur inmovilizado en forma tácita, las Fuerzas Armadas atacaron impulsivamente con todos los medios a su disposición y con la mayor rapidez. Esto permitió que 215 personas salieran vivas del Palacio. Sin embargo, esa misma celeridad no permitió elaborar un plan de rescate quirúrgico que hubiera salvado la vida de 11 de los 24 magistrados de la Corte Suprema de Justicia que perecieron en el combate. Echandía imploró a través de los medios: "No he podido comunicarme con el Presidente. Si siguen disparando nos van a matar". En el holocausto se sacrificó el poder judicial, lo cual constituye un golpe de Estado pues se exterminó una de las ramas del poder público. La lluvia de plomo y la tormenta de fuego que se desató aceleraron el proceso de desinstitucionalización que padecía Colombia.
La investigación sobre los hechos del Palacio de Justicia llenó 100.000 folios y aun así quedaron muchas preguntas sin respuesta. La falta de claridad ha generado una mitología del odio que aún hoy exacerba los ánimos y alimenta el imaginario de la guerra. Sobre las ruinas humeantes del Palacio incinerado se levantó tiempo después una nueva mole para la justicia que sepultó bajo concreto, mármol italiano y vidrios blindados todos los fantasmas del pasado. Una salida estética que no ha sido suficiente para ocultar el hedor que sale de esta herida abierta y envenena con su aliento mortal la historia del país.
*Escritor y periodista de SEMANA