A las 7:30 de la mañana del lunes 30 de abril de 1984, el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla recibió una llamada telefónica en su oficina. Era un alto mando militar que le informaba que los servicios de inteligencia tenían datos sobre un atentado que podría estar fraguandose contra su vida. A diferencia de otras oportunidades en las que había asumido con calma este tipo de situaciones, ese día estuvo alterado y nervioso, algo que no era habitual en él. A las 6:50 de la tarde el ministro salió de su despacho y abordó el Mercedes-Benz blanco que tenía asignado y que era conducido por Domingo Velásquez. De cerca lo seguía su escolta en dos Toyotas Land Cruiser, una gris y otra blanca.
A las 7:15 de la noche, cuando la caravana estaba en la avenida 19 con calle 127 el ministro llamó a su casa y habló con el mayor de sus tres hijos, Rodrigo, quien tenía 8 años. Le dijo que estaba en medio de un trancón. Lara le pidió a su conductor que intentara salir de la congestión y en esa maniobra, el Toyota blanco que iba adelante quedó atrapado en el tráfico. El Mercedes continuó custodiado desde atrás por el Toyota gris. Cuando iban sobre la calle 127, cerca de la avenida Boyacá, sonó un estruendo.
Velásquez aceleró sin mirar atrás. Su objetivo era llegar a la casa del ministro cuanto antes. Por unos segundos creyó que nada grave había pasado, pero cuando miró por el espejo retrovisor vio a Lara Bonilla tendido. Poco después, al llegar a la casa vio el asiento trasero inundado de sangre. El conductor no supo qué pasó. Pero los escoltas que venían detrás del Mercedes sí.
Poco antes de llegar a la 127 con Boyacá una moto roja apareció sorpresivamente y se acercó al carro. En segundos, el parrillero vació sobre Lara el proveedor de una ametralladora Ingram. Siete proyectiles dieron en el blanco: tres en el cráneo, una en el cuello, dos en el pecho y otro en el brazo derecho.
Los escoltas de la Toyota gris dispararon contra los sicarios y se inició una persecución digna de Hollywood. Varias cuadras más abajo, los escoltas estaban a menos de 100 metros de los asesinos. Entonces el parrillero giró su cuerpo y lanzó una granada contra el Toyota, pero estalló lejos del vehículo. La contorsión del sicario y el pavimento mojado hicieron que los asesinos perdieran el equilibrio y cayeran. Iván Darío Guizado Álvarez, el asesino del ministro, murió instantáneamente como consecuencia de fracturas en el cráneo. El conductor de la moto, Byron de Jesús Velásquez Arenas, resultó herido cuando la moto le cayó encima y fue capturado. Los narcotraficantes que habían pagado por el atentado creyeron que con la muerte de Lara terminarían con el único y el mayor de sus problemas.
Lara había llegado al Ministerio de Justicia en agosto de 1983 nombrado por el presidente Belisario Betancur. Con tan sólo 37 años, el senador huilense era el segundo hombre del Nuevo Liberalismo y se había caracterizado por ser uno, si no el único, de los políticos de la época que abiertamente estaba en contra del narcotráfico. Lara tenía la intención de utilizar su reputación de hombre honesto para realizar una gran campaña contra la mafia. A las pocas semanas de estar en el cargo sus buenas intenciones encontraron grandes obstáculos.
En medio de un debate en el Congreso, al cual asistía el ministro Lara, el representante Jairo Ortega presentó la fotocopia de un cheque de un millón de pesos que el narcotraficante Evaristo Porras había girado a nombre de Lara el 20 de abril de 1983. Lara, confundido, se apresuró a desmentir los hechos, asegurando que no conocía a Porras. La mafia, que lo consideraba su principal enemigo, le había tendido una trampa muy bien orquestada. Días después apareció la grabación de una conversación del ministro con Porras, con la cual Lara quedaba desmentido.
Ese episodio cambió radicalmente la carrera política y el destino de Lara y del país. Lara pasó de ser la estrella del gabinete a convertirse en centro de la controversia nacional. Consciente de que se trataba de una medición de fuerzas entre el Estado y la mafia, Betancur se negó a entregar la cabeza de uno de sus ministros al crimen organizado. Tenía el convencimiento de que Lara era un hombre honesto que había caído en una celada. El ministro manifestó que la única manera de demostrarle al país que era una persona honrada era jugándose la vida contra la mafia. Y lo hizo. Emprendió una cruzada frontal y sin cuartel contra la mafia en el momento de ascenso de los grandes capos.
En Medellín Pablo Escobar, parlamentario suplente de Ortega, lideraba un movimiento 'cívico' y se daba a conocer como uno de los hombres más ricos del país y de América Latina. Al mismo tiempo Carlos Lehder Rivas había fundado un movimiento político, mezcla de fascismo y antiimperialismo, y se había hecho famoso por la publicación en la prensa nacional de avisos de página entera en los cuales atacaba el tratado de extradición suscrito entre Colombia y Estados Unidos. Eran sólo dos de los hombres más conocidos de toda una generación de mafiosos que se habían convertido en intocables. La mafia estaba en todas partes: en la política, en los deportes, en los medios de comunicación. Los colombianos asistían impotentes a un vuelco económico y moral del país y de sus instituciones.
El ministro arremetió contra los capos, reviviendo procesos penales que habían caído en el olvido, denunciando la presencia de dineros calientes en distintas actividades y ordenando el decomiso de decenas de avionetas de las que se sospechaba que eran utilizadas en el narcotráfico. La cruzada emprendida por Lara comenzó a dar dividendos. Lehder fue obligado a huir al Brasil. Escobar fue acusado de ser el autor intelectual de un doble crimen y de participar en un contrabando de cocaína. Otros capos de la época fueron puestos tras las rejas.
Gradualmente, la opinión pública dejó de ver a Lara como el hombre acusado de recibir un cheque de Evaristo Porras y pasó a considerarlo el primer colombiano que tuvo el valor de sacarle los trapos al sol a la mafia. Eso fue algo que los capos no le perdonaron y que pretendieron detener cuando ordenaron la muerte del ministro. Pero se equivocaron.
El asesinato de Lara tuvo enormes implicaciones. Poco después de su muerte, el gobierno cambió su actitud frente al narcotráfico. En su discurso durante el sepelio de Lara, el presidente Betancur pronunció varias frases que empezaron a delinear la posición del Estado frente a los narcos: "¡No más tertulias de salón para comentarios divertidos sobre quien acaba de hacerse rico con el tráfico de monedas manchadas de sangre". "Colombia entregará a los delincuentes solicitados por la comisión de delitos en otros países". Estas palabras del Presidente se transformaron en un viraje de 180 grados en la lucha contra la mafia.
Cuando el Estado manifestó su intención de aplicar la extradición de colombianos a Estados Unidos -la única herramienta que los grandes capos sentían como una auténtica amenaza en su contra-, los narcotraficantes recurrieron a un tipo especial de violencia: el narcoterrorismo.
Tras la muerte de Lara vinieron otras como la de Luis Carlos Galán, Guillermo Cano Isaza y de un centenar de jueces y policías. El segundo semestre de 1989 fue el período en que el narcoterrorismo de los denominados 'Extraditables' alcanzó su clímax. Entre agosto y diciembre de ese año explotaron 88 bombas en calles, bancos, sedes políticas, instalaciones públicas, hoteles, residencias, periódicos y centros comerciales de las cinco principales ciudades del país. En las últimas cinco semanas de ese año volaron un avión de Avianca en pleno vuelo y dinamitaron la sede del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). En los dos hechos murieron 171 personas y 250 quedaron heridas. Entre 1989 y 1993 un total de 120 carros bomba explotaron en diversas ciudades del país.
Los narcotraficantes buscaban tumbar la extradición y las acciones de las Fuerzas Militares y la Policía en su contra y asegurar la impunidad de sus delitos en Colombia. Al principio, el narcoterrorismo logró intimidar a los colombianos, pero después hizo que la población se uniera en torno del Estado en su lucha contra el narcotráfico. Esto incidió en la caída de Pablo Escobar, el desmoronamiento del cartel de Medellín y sirvió como medio de presión para que los miembros del cartel de Cali se entregaran a las autoridades.
Veinte años después de la muerte de Lara Bonilla la batalla que él comenzó todavía sigue. En estas dos décadas grandes carteles y narcos han sido contundentemente atacados por el gobierno, pero es innegable que importantes estructuras y capos siguen enquistados en diversos sectores de la economía y la sociedad. Aunque la lucha contra ese flagelo aún está lejos de terminar, la balanza de esa guerra que le costó la vida a Rodrigo Lara hoy se inclina a favor del Estado. Prueba de ello es que actualmente es difícil que alguna de las nuevas organizaciones o capos del narcotráfico tengan la capacidad de desestabilizar y poner en jaque al país como ocurría tan sólo hace una década.
*Editor de orden público de SEMANA