Se dice que Rojas Pinilla se quedó "vivamente impresionado" cuando vio, durante su viaje a Alemania y por un circuito cerrado, las transmisión de los Juegos Olímpicos hitlerianos de 1936. Tenía apenas 36 años. Aunque la televisión había empezado a existir desde 1927, primero gracias a la BBC de Inglaterra, y después a la CBS y la NBC, de Estados Unidos, el teniente general debió de haber revivido en junio de 1954 los recuerdos de aquella experiencia inolvidable.
Tenía en sus manos el poder absoluto para mandar y hacer grandes negocios personales, pero ningún poder podía ser superior al que le daría la proyección de su imagen por la televisión pública. El generalísimo Franco se le había adelantado en dos años. Así que cuando 'Gurropín' decidió abrir una dependencia de la Radiodifusora Nacional en los sótanos de la Biblioteca Nacional de la calle 24, a 60 metros de la carrera séptima, debió de recordar el fasto de los juegos del 36 y el servicio que TVE prestaba al dictador gallego.
Con bombos, platillos y muchos uniformes, con civiles leales al régimen de los uniformes, nació la Televisora Nacional de Colombia el 13 de junio de 1954. Nació precariamente y con tecnología quizá ya obsoleta, manejada por técnicos traídos de Cuba y jóvenes voluntariosos que, como Fernando Gómez Agudelo, creían que a la radio le había nacido un competidor portentoso, hijo bastardo del cine, única diversión masiva que sacaba a los colombianos de sus hogares.
Con el propósito de difundir la "educación popular" e imponer la "divulgación cultural", la Televisora Nacional de Colombia no empezó siendo un invento de masas. Su cobertura era limitada y más limitados aún los recursos de los colombianos que podían comprar un televisor. Pero allí donde hubiera uno, la aglomeración de parroquianos asistía deslumbrada al milagro, aunque las imágenes en blanco y negro fueran lluviosas. Aquel 13 de junio, a un año del golpe militar, la 'Fiesta Cívica Nacional' anunció el comienzo de una época.
Habrían de pasar muchos años antes de que los colombianos cambiaran el receptor de radio de la sala por el rectángulo que, poco a poco, los llevaría al ensimismamiento colectivo. La televisión era mala pero novedosa. Cuando empezaban las emisiones de las 7 de la noche, con un informativo al servicio del régimen, los hogares colombianos capaces de permitirse el lujo de un televisor empezaron a cambiar su fe en las palabras por el hipnótico fulgor de las imágenes.
Bernardo Romero Lozano y un grupo de actores y actrices hoy legendarios, hacían el teleteatro donde se formarían los primeros artistas de dramatizados de las dos o tres décadas siguientes.
En 1967 trabajé como 'periodista' en un noticiero dirigido por Marco Alzate Avendaño, en el que, si no recuerdo mal, trabajaban también Alberto Casas y Pedro Acosta Borrero. Para hacer el libreto del noticiero había que servirse de los archivos fotográficos, único soporte visual de la noticia, o valerse de los servicios noticiosos de las embajadas. El libreto serviría para la emisión en directo, hecha desde los sótanos de la calle 24. La televisión era igualita a la radio, pero con fotos fijas que le imprimían su carácter audiovisual.
Aunque la televisión en color había nacido en 1970, sólo llegó a Colombia en 1979, es decir, cuatro años después de la muerte en blanco y negro del general que la había introducido para colgarse la medalla más perdurable en el pecho de su uniforme.
La colonización del gusto y las costumbres de los colombianos por parte de la televisión fue un proceso lento y en muchos casos pintoresco si nos atenemos a la picaresca y al ingenio personal que animaba las emisiones en directo de informativos, concursos y teleteatro. Dos sobrevivientes de aquellos años, Gloria Valencia de Castaño y Fernando González Pacheco, podrían escribir hoy el libreto que hablaría de los recursos artesanales y de la capacidad de improvisación artística que los colombianos de la pantalla, venidos de la radio y del teatro, ponían al servicio de la nueva tecnología de las comunicaciones y el entretenimiento.
Si la información la daba la lectura de los periódicos y la puntual audición de los radioperiódicos, el entretenimiento hogareño venía con el melodrama de las radionovelas, las actuaciones en directo de cantantes y humoristas y la anualmente infaltable transmisión de la Vuelta a Colombia. Antes de ser crédulamente televisiva, Colombia fue furiosamente radioadicta. ¿Quién que haya sobrevivido a calamidades naturales y a enfermedades crónicas no recuerda la música del Reporter Esso, el grito jubiloso de un gol cantado por Carlos Arturo Rueda?
El imperio de la radio como fuente informativa y de entretenimiento se prolongó hasta bien avanzada la década del 60, tal vez hasta muy entrada la década siguiente. Las emociones lacrimosas que estimulaba El derecho de nacer; los chascarrillos picantes de Los Tolimenses y Montecristo, habían modelado la sensibilidad familiar que sólo a finales de los años 70 perfeccionaría la televisión privada con el negocio del melodrama televisivo.
El país empezó a ver más que a escuchar, a ver más que a leer. La televisión no cambió la sensibilidad dramática de los colombianos. Le puso simplemente imágenes a la fábula del Príncipe y la Cenicienta, al sofisma consolador de Los ricos también lloran.
Las escenas que debían imaginar los radioyentes gracias al sugestivo poder de la voz, pasaron a ser representadas en imágenes. Si en la radio era posible que la voz de un artista chiquito y jorobetas pasara por ser la voz del irresistible galán. La televisión cambió las reglas de juego aprendiendo lo enseñado por el cine: que Clark Gable es Clark Gable, que Arturo de Córdova es el mismo charro churro que responde a su nombre, que en la televisión sólo es posible mentir, en asuntos de belleza, gracias al favor de las luces y del maquillaje. La 'tele' introdujo un nuevo concepto de verdad estética: el poder de seducción de la voz se trasladó al rostro, mucho después de que soberbias actrices como Teresa Gutiérrez o Vicky Hernández pasaran, por la fuerza antropofágica del medio, a ser actrices de reparto.
De contado o a crédito, las familias colombianas encontraron que el televisor, primero en la sala, después en el dormitorio, ofrecía la posibilidad de mantenerlas unidas sin necesidad de hablarse, de comer juntos sin sentarse a la mesa y de 'informarse' sin leer el periódico. Nos volvimos menos provincianos pero comprendimos menos al ancho mundo que nos traían en píldoras de agencias los noticieros nacionales. Cuando el negocio del entretenimiento alimentó las fantasías de riqueza con los concursos millonarios y los deseos de felicidad con la representación de felicidades ajenas, el país se acogió a un estilo de vida doméstica dirigido a control remoto por la televisión. La televisión nos arrastró al consumo desaforado de todo aquello que no podíamos consumir sino a punta de créditos. A 40 años de su aparición, fabricó fetiches y presidentes. Y les exigió a los políticos una constante reingeniería estética.
La televisión impuso un imaginario colectivo de productos perecederos o desechables. Rebeca López reemplazó a Silvia Pinal, Julio César Luna a Alain Delon, Alí Humar a Omar Shariff, Franky Lineros a Anthony Quinn, Amparo Grisales a Ava Gardner y María Eugenia Dávila a Grace Kelly. Con el tiempo, a ellas y a ellos los reemplazaría la fábrica de 'talentos' del Reinado Nacional de la Belleza y las pasarelas de la moda, los nuevos actors studio del espectáculo televisivo. Pero no dudo de que Carlitos Muñoz tuvo más fama de malo nacional que todos los malos internacionales del cine mexicano, ese Hollywood para iletrados fabricado en los Estudios Churubusco. La fama universal de los fetiches del cine abrió el camino a las nuevas estrellas domésticas.
La vida familiar de los colombianos alcanzó, a partir de los años 80, la dimensión de una ficción televisiva. Lo que la televisión no mostraba, simplemente no existía. Las noticias se volvieron negocio, el prime time se volvió dios. Se empezaba a dar más de lo mismo, a condición de que tuviera rating. En menos de 30 años, desde aquel memorable 'rojaspinillazo' del 54, los colombianos empezamos a amar con un ojo puesto en el rostro de la amada o el amado y el otro furtivamente dirigido a la pantalla del televisor.
El tedioso, admirable teleteatro de Bernardo Romero Lozano, donde se representaba a los clásicos, se volvió arqueología al lado de las series de artes marciales o de policías inescrupulosos matando por el "imperio de la ley". La noticia dejó de ser registro de la realidad y se volvió gran espectáculo. Si no existía, era posible inventarla.