Las prédicas y penitencias del padre Romero en Santander le dieron al café el impulso necesario para convertirse en el motor de desarrollo más importante del país.
Los feligreses de la parroquia de Chiquinquirá y San Laureano de Bucaramanga que asistieron a los oficios religiosos ese viernes de pasión escucharon atentamente la primera prédica del nuevo párroco. Acababa de llegar de Venezuela tras un exilio de tres años provocado por su adhesión, como capellán militar, a las tropas conservadoras del general Leonardo Canal. El padre Francisco Romero había podido regresar y actuar como pastor de almas, tal y como lo había sido por muchos años en las parroquias de Salazar de las Palmas y las Nieves de Pamplona (Norte de Santander), gracias a la voluntad bienhechora del vicario capitular de la Diócesis de Nueva Pamplona. Su primer sermón, adecuado para ese viernes 14 de abril de 1865, versó sobre las bienaventuranzas de Nuestra Señora de los Dolores. Para el feligresado liberal presente en el oficio y que lo había visto entrar con las tropas conservadoras del general Canal el 11 de marzo de 1859, nada bueno podían esperar de sus palabras.
Pero estaban equivocados por completo, pues éste sería el día en el que comenzaría un vigoroso esfuerzo de crecimiento económico de esta parroquia y de las vecinas de Rionegro y Lebrija, gracias a la llegada de este nuevo párroco. Dos días después, domingo de Resurrección, el padre Romero predicó el renacimiento de las esperanzas que habían sido abatidas por la nefasta guerra de 1861-1862. Les dijo a sus feligreses que así como Cristo había resucitado al tercer día, los bumangueses resucitarían el anhelo de progreso colectivo si se decidían a sembrar por doquier la planta que ya había hecho milagros en la parroquia de Salazar de las Palmas: el café. Su siembra intensiva, seguida de su beneficio y exportación, haría la concordia de todos y cicatrizaría las heridas. Los caminos serían mejorados, la pobreza remediada y hasta el templo parroquial reconstruido.
El entusiasmo con que habló ese domingo de gloria logró tocar los corazones de los principales hacendados de la parroquia: don David Puyana, propietario de La Cabecera del Llano; don Reyes González y sus hermanos, propietarios de las vegas del río Playonero; los cuatro hermanos Reyes (Simón, Luis, José Domingo y Leonardo), dueños de Cusamán y otras tierras; los hermanos García (Sinforoso y Tirso), terratenientes de Rionegro; los hermanos Ogliastri (Julio y Jorge), de la hacienda El Aburrido; además de Roberto Carreño, Eduardo Puyana, doña Trinidad Parra de Orozco y varios miembros de la familia Mutis.
Fue a partir de ese día que las palabras produjeron una afiebrada actividad de siembra de los cafetos, que era permanente estimulada por el padre Romero desde el púlpito y desde el confesionario, al asignar penitencias a los pecadores en Avemarías y siembra de cafetos.
Si bien las primeras matas de café habían llegado al país desde el siglo XVIII, como las que se plantaron en 1723 en Santa Teresa de Tabage en el Orinoco por los jesuitas o su incursión al Cauca en 1736 en el Seminario de Popayán, el cultivo intensivo del arbusto solo se presentaría hasta mediados del siglo XIX, especialmente en Santander. A esta región llegó de Venezuela y se expandió en regiones como Salazar de las Palmas, donde el padre Romero aprendió la importancia del grano en sus casi 20 años como párroco.
Con su expansión por las montañas de Santander, el café reanimó las siembras de fique y la artesanía doméstica de los costales, cuerdas y aperos de mulas. Decenas de mujeres despasilladoras pudieron ganarse la vida en los largos mesones de selección de los granos, al igual que cientos de cogedores que pudieron enrolarse en las cuadrillas de las haciendas, todos ellos consumidores compulsivos de cigarros y calillas. La actividad de la arriería reclutó a los hombres más vigorosos y todas las haciendas se dieron a la cría de equinos y mulares para formar las arrias que marcharían a buscar los vapores que navegaban por el río Magdalena y que permitían llevar al grano a los mercados internacionales.
Los caminos que unían a esta parroquia con el río Grande fueron reabiertos, y sus puertos servidos por esforzados leñateros, caletas y bogas.
Para aliviar el duro esfuerzo que significaba traer, a lomo de mula, las máquinas beneficiadoras del grano, dos inmigrantes españoles llegados de Caracas -Eugenio Penagos y Mariano Penagos- (Ver más información en www.penagos.com ) establecieron un taller de fundición de las piezas de las despulpadoras. La expansión del consumo del café arrastró el de la panela, ampliando el mercado de los trapiches de las haciendas de caña.
El crecimiento del número de los jornaleros incorporó el arroz, el fríjol y los huevos a la comida doméstica, enriqueciendo la dieta simple de changuas, carne oreada, yuca, ají y guarapo. Las costureras apenas daban abasto para cumplir la entrega sabatina de las cargazones de camisas de pacotilla y los pantalones de dril. Los talabarteros también tuvieron la oportunidad de vender más sillas de montar, gualdrapas y baticolas, frenos, zamarros y zurriagos. Los carpinteros se esmeraron con sus grandes ventanas arrodilladas que refrescaban las nuevas casas de mayor tamaño que empezaron a construirse, cuyas salas mostraban los papeles de colgadura y la quincallería importada.
Los hojalateros resolvieron todos los caprichos de la canalización de las aguas lluvias que descendían de los tejados. En las chozas campesinas muchos se afanaron a fabricar aperos rellenos de paja, angarillas de madera, costales, cuerdas y peines de cacho. Cual cármenes sevillanas, decenas de guapas mujeres se apiñaron en los nuevos fabriquines de cigarros, calillas e incluso en las de rapé.
Tanta actividad y circulación de miles de jornales, jalonados por la bonanza económica del café, enriqueció a los comerciantes agrupados en las tiendas de la calle del Comercio, comenzando desde la ferretería de Pieter Clausen hasta las sastrerías y sombrererías de las vecindades de la plazuela de San Mateo. De la venta con descuento de las letras sobre el exterior y la abundancia de monedas de oro en la plaza se pasó a la constitución, en 1873, del Banco de Santander. En diciembre de este año, cuando el padre Romero se retiró del curato por su avanzada edad, ya Bucaramanga podía mostrar por doquier las mejoras materiales que había traído la exportación del grano maravilloso.
La revolución económica y social que ocurrió en esta región se empezó a extender y a registrar en otras, como en las haciendas de Cundinamarca, en el norte del Tolima, Huila, Cauca y tardíamente en Antioquia, que a la postre terminaría imponiéndose sobre las demás como primer productor del grano.
Cuando el padre Romero llegó al curato de Bucaramanga el país apenas exportaba al año 595.500 pesos oro de café, lo que representaba el 8 por ciento de las exportaciones totales. Cuando murió, el 15 de abril de 1874 tras una larga y penosa enfermedad, ya el país había incrementado las exportaciones anuales de café a 2.252.500 pesos oro, equivalentes al 22 por ciento de las exportaciones totales. Al comenzar la última década del siglo XIX las exportaciones de café ya representaban el 34 por ciento de las totales, con ventas de 4.170.400 pesos oro.
Fue precisamente durante el año de la muerte del padre Romero cuando el Gobierno firmó el contrato con Robert A. Joy para la construcción del ferrocarril que uniría a Bucaramanga con Puerto Wilches, un proyecto que representaba la aspiración general de todos los caficultores y comerciantes de las parroquias de la provincia de Soto. La bienvenida que se le tributó a este ingeniero inglés en el Club de Soto y en el Liceo de los Artesanos recordó a todos que la 'resurrección' prometida por el padre Romero ya se había producido: después de Bogotá y Panamá, la parroquia de Bucaramanga fue la siguiente en contar con alumbrado eléctrico domiciliario. En 1891 la Compañía Eléctrica de los señores Jones y
Göelkel hizo encender los focos incandescentes de muchas de las principales casas. Para entonces la parroquia ya contaba con 20.000 habitantes que ocupaban 1.956 casas, 291 tiendas de mercancías, licores y granos; 33 almacenes, nueve boticas, dos librerías, dos hospitales, la casa de mercado, un teatro, 122 talleres de artesanos, nueve escuelas primarias, un colegio de secundaria, una sociedad científica y varias fábricas, entre ellas, la cervecería La Esperanza.
Las cifras de los cafetales establecidos en las haciendas de las parroquias de la provincia de Soto, cuyo corazón era la de Bucaramanga, no pararon de aumentar pese a la destrucción de vidas y haciendas durante la guerra de los Mil Días. Al comenzar la tercera década del siglo XX, cuando don Ernesto Valderrama comenzó a llevar sus estadísticas económicas, todavía existían 12 millones de plantas en esta provincia, representando las tres cuartas partes de las que existían en Santander. Para entonces, ya nadie podía acordarse de ese domingo de resurrección especial, 16 de abril de 1865, cuando el cura Romero convocó a la resurrección de las energías creadoras de los bumangueses, la única fuente de toda su grandeza.
*Historiador, profesor titular de la Universidad Industrial de Santander