El proceso de la Independencia de Colombia con España no terminó con la pólvora y la sangre derramada en la Batalla de Boyacá ni con la tinta fresca de la Constitución de Cúcuta. Debieron pasar varias décadas antes de que el país dejara atrás algunas instituciones políticas y económicas de la colonia para darle vida a un sistema capitalista moderno.
Algunos economistas e historiadores sostienen que la libertad de comercio era como una hija legítima del proceso de Independencia. El establecimiento de un comercio con bajos aranceles que respondía más a necesidades de carácter fiscal y que había sido catalogado como librecambio es un tópico que sólo se discutirá con mayor énfasis a partir de 1840. Para el historiador Luis Ospina Vásquez las reformas a la tarifa obedecieron más a un criterio de filosofía política que a consideraciones puramente económicas.
Al amparo de las ideas desarrolladas por Adam Smith, David Ricardo, Juan Bautista Say y Federico Bastiat, en las que se resaltaban las ventajas que traía un comercio libre de controles estatales y con aranceles bajos, Florentino González, en diversos escritos, subrayó que la especialización agrícola era el mejor camino que tenía la República para alcanzar la prosperidad económica. Por eso, como secretario de Hacienda del gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera impulsó la ley del 14 de julio de 1847, catalogada como la reforma al comercio exterior y la primera apertura de la economía colombiana. El primer paso hacia el libre cambio y la integración con el comercio internacional.
Esta ley, expedida por el Congreso en sesiones extraordinarias, sentó las bases para que las siguientes reformas, como la de 1861, 1870 y 1873 consolidaran las políticas librecambistas que marcarían el siglo XIX y apoyó las tesis de un importante segmento empresarial que, como se afirma, vio como única alternativa de crecimiento económico su vinculación al comercio exterior. De otra parte, la existencia de los aranceles se justificaba sólo por razones fiscales, puesto que sus tarifas no lograban proteger la artesanía nacional y dar paso a un desarrollo industrial.
Entre las preocupaciones de los reformadores estaba la alta sensibilidad de los recursos fiscales a los ingresos de aduanas. Entre 1830 y 1845 esta renta aportaba la mitad de los recaudos del gobierno central, por tanto reducir los aranceles -y más tarde suprimir el estanco del tabaco- conduciría a penurias fiscales. A pesar de estas consideraciones se tomó la determinación de reducir el arancel.
Eran tres las tarifas aduaneras existentes en la época: los aranceles ad-valorem puros, el sistema de valoración oficial o aforo por arancel y los derechos específicos a las importaciones, este último recaía sobre el peso bruto de las mercancías y era el más generalizado. Después de un corto período proteccionista expresado en la tarifa aduanera de 1832, la reforma auspiciada por Florentino González rebajó los derechos para muchos productos agrícolas (harina, arroz, manteca, azúcar, entre otros), para las telas ordinarias y los textiles de algodón; la tarifa ad-valorem fue reducida en 20 por ciento.
Esta reforma fue seguida por otro conjunto de medidas como la descentralización de las rentas, la supresión del estanco del tabaco, la reforma monetaria, la abolición de la esclavitud y la extinción de los ejidos, que materializaron el ideario del liberalismo radical. A su vez, la reforma generó una serie de protestas y movilizaciones sociales a través de las cuales los artesanos, organizados en sociedades democráticas, se opusieron a la nueva política económica, generándose una lucha por el poder, expresada en la elección de José María Obando, en el golpe de Estado de Melo y en los sucesos del 7 de marzo de 1853, en los que el movimiento artesanal, que encarnaba una propuesta económica construida sobre el desarrollo del mercado interno, fue derrotado. En adelante a la economía colombiana le correspondería, en la división internacional del trabajo, una especialización agrícola y postergar la industrialización hasta las primeras décadas del siglo XX. La agroexportación de productos como el tabaco, la quina y el añil, suministraría los recursos para importar los bienes manufacturados adquiridos en el mercado inglés.
El librecambismo, que es una faceta del liberalismo económico, se conocía desde la Ilustración neogranadina, pero sólo hasta la década de 1840 se hace explícita sus posibilidades de aplicación. La política económica que España desarrolló en sus colonias estuvo guiada por los principios mercantilistas. Uno de los propósitos centrales del mercantilismo era el fortalecimiento del poder del Estado, por ello se llevó a cabo la unificación territorial, se compitió con otros Estados y se adoptaron medidas para incrementar los ingresos tanto fiscales como nacionales, entre ellas las conducentes a afirmar el proteccionismo, organizar y acrecentar la deuda pública, transformar el sistema tributario y desarrollar el sistema colonial.
En el campo económico la dominación española en Hispanoamérica se caracterizó por un fuerte control del comercio exterior, España era el único país al cual las colonias podían vender y comprar mercancías, los comerciantes que realizaban intercambios comerciales con otras potencias, salvo con permiso especial de las autoridades coloniales, incurrían en el delito de contrabando, el cual era penalizado con cárcel para los individuos y decomiso de las mercancías. Además, el sistema tributario permitía la fuga del excedente económico, es decir, la mayor parte de los recaudos por concepto de impuestos a las actividades económicas y a los estamentos sociales eran remitidos a España para satisfacer las necesidades del imperio, cada vez más urgido de recursos para defender el sistema colonial.
El ingreso fiscal más significativo provenía de los estancos (en el siglo XVIII representaba cerca del 40 por ciento del recaudo total), entre ellos fueron importantes los de tabaco y aguardiente. Este sistema impositivo generó varias protestas de carácter antifiscal, la más conocida fue la Revolución de los Comuneros en 1780 y, en cierta forma, el proceso de independencia de las repúblicas hispanoamericanas, tal como lo ha caracterizado Pierre Vilar, tuvo un alto componente de inconformidad con el sistema fiscal colonial.
La gesta emancipadora y la expulsión definitiva tanto del ejército como de las autoridades españolas condujo a los criollos a tomar un conjunto de decisiones, entre ellas las que permitían liberalizar el comercio. Para tal efecto se firmaron acuerdos comerciales con Gran Bretaña (1825), Estados Unidos (1825), Países Bajos (1829) y Francia. A pesar del interés que manifestaban los republicanos de modificar la estructura tributaria, el cambio fue muy lento y de manera que los nuevos impuestos no compensaban el retiro de los viejos, así que hubo que acudir a la deuda externa para financiar los crecientes gastos estatales. Para financiar los ejércitos libertadores fue necesario recurrir a la banca internacional y, de acuerdo al historiador de la independencia José Manuel Restrepo, el Congreso de Angostura de 1819 tuvo como una de sus preocupaciones la necesidad de obtener crédito externo lo cual estaba ligado al interés de predisponer a la opinión pública inglesa a favor del proceso de independencia. Francisco Antonio Zea fue enviado por Bolívar a buscar nuevos créditos y a sanear la deuda que él mismo había gestionado a través de algunos de sus emisarios. Roberto Junguito calculó que para la mitad del siglo XIX la deuda ascendía a más de siete millones de libras esterlinas.
Este conjunto de situaciones hizo que el sistema fiscal heredado de la colonia desapareciera paulatinamente y pudiera ser definitivamente suprimido con las reformas conocidas como de Medio Siglo XIX.
*Profesor titular, Universidad Nacional y Universidad Externado de Colombia