ESTABLECIMIENTO DE LA REAL AUDIENCIA
Nace el Nuevo Reino

EUROPA Y ESPAÑA EN EL MOMENTO DE LA CONQUISTA DE AMÉRICA

1. La situación europea a finales del siglo XV

A finales del siglo XV Europa se encontraba en un proceso histórico cuyos elementos, en grados muy diversos, se entrelazaron para hacer posible la expansión del Viejo Mundo hacia territorios ignorados y el dominio de nuevas poblaciones por los habitantes del Viejo Continente. Así, aunque el descubrimiento de América fue hecho a nombre de la Corona española, y aunque al frente de la primera expedición iba un marino italiano, no es posible captar los motivos del descubrimiento ni los diversos factores que contribuyeron a hacer realizables los largos viajes de los descubridores y a dotar de energías y recursos a quienes se encargarían de vencer y dominar a los pueblos indígenas de las zonas recién encontradas, sin atender brevemente al conjunto de la situación europea de finales del siglo XV1.

La sociedad europea de la Edad Media ha sido caracterizada como una sociedad feudal, en la que la organización política se basó en relaciones personales de fidelidad y vasallaje entre señores, y la vida económica en la producción agraria de señoríos rurales y en menor grado en las manufacturas elaboradas por gremios artesanales urbanos. Todos estos elementos se encontraban en profunda crisis a finales de la Edad Media. El señorío, unidad económica agraria fundada en la explotación gratuita, por parte de la nobleza, del trabajo de los campesinos, que estaban obligados a prestar a aquélla diversos servicios laborales y a pagar tributos y rentas de varias clases, había sentido desde el siglo XIII el impacto del desarrollo de las ciudades. El crecimiento de las actividades urbanas revitalizó la circulación monetaria en el sector rural, aumentó las necesidades de ingresos líquidos de la nobleza y ofreció un mercado creciente para los productos del campo. Al mismo tiempo socavó las bases de la servidumbre campesina, al ofrecer a los trabajadores rurales un eventual refugio y el logro de la libertad.

La crisis económica que se extendió por el occidente europeo a mediados del siglo XIV aumentó las dificultades de los señoríos: hambrunas y pestes disminuyeron drásticamente la población, estrechando el mercado para los productos rurales y haciendo muy escasa la mano de obra campesina. Ante esta situación, los señores intentaron en muchos casos aumentar la explotación de siervos y campesinos libres y elevar las rentas de la tierra, lo que condujo a una violenta oleada de revueltas campesinas, que si no amenazaron directamente el orden señorial, pusieron al menos en crisis algunos de sus rasgos más odiosos y condujeron a adecuar en alguna medida el sector rural a las exigencias de un nuevo sistema económico. La oferta de mejores condiciones hecha por los señores para atraer campesinos a sus tierras y la violencia ejercida por los habitantes rurales se unieron para cambiar radicalmente la situación del campo, hasta tal punto que para finales del siglo XV había desaparecido ya casi completamente la servidumbre de la gleba en los países de Europa Occidental, es decir, había terminado la obligación de permanecer atado al suelo del señor y ligado a éste por una relación de dependencia personal. Por supuesto, la estructura social siguió siendo rigurosamente jerárquica, y los señores conservaron el derecho a recibir de los campesinos rentas, tributos u otras clases de beneficios de origen feudal.

En las ciudades, la crisis económica, que se prolongó durante la segunda mitad del siglo XIV y gran parte del siglo XV, condujo a una acentuación de las restricciones gremiales tradicionales. Para mantener los precios y proteger la producción se apeló a una reglamentación cada vez más detallada de las labores artesanales e incluso a la reducción de las cantidades producidas. Al mismo tiempo, las oligarquías urbanas, formadas por familias de comerciantes, financistas o maestros artesanos exitosos, perdieron interés en las actividades artesanales y comerciales, ahora menos lucrativas, y orientaron gran parte de su energía y sus ingresos a la compra de tierras, a la búsqueda de oportunidades de ennoblecimiento y a actividades de consumo suntuario. Estas últimas dieron pie para el florecimiento de las artes en muchas de las ciudades de la baja Edad Media; el "renacimiento" estuvo así ligado a las dificultades económicas de este periodo de crisis.

El clima de recesión fue acentuado por la situación monetaria, caracterizada por una caída de la circulación del oro y la plata. El aumento de los consumos suntuarios de la nobleza y el patriciado urbano debía pagarse con metales preciosos, especialmente en el Oriente, de donde se importaban especias, telas y otros productos de lujo. La producción de metales, especialmente de plata, decreció bastante durante los años de la crisis; a esto se añadió la disminución del comercio con el Sudán, de donde se había obtenido buena parte del oro que circulaba en Europa. Los precios internos en Europa, impulsados por la disminución de la demanda y la simultánea contracción del volumen de metal en circulación, parecen haber disminuido, lo que a su vez llevaba a nuevas disminuciones de la producción, en un círculo vicioso que sólo se rompería a fines del siglo XV.

La crisis, no obstante, afectó a los diversos países en forma muy desigual. Aquellos que habían desarrollado sus economías urbanas en mayor grado, y que contaban con un sistema artesanal gremial más firme, así como con una economía más monetaria, parecen haber sido los más afectados: éste fue el caso de Italia, Cataluña y algunas zonas de los Países Bajos. Pero donde era menor la vinculación con la vida monetaria, donde las ciudades eran menos independientes y las reglamentaciones urbanas y gremiales más débiles, el efecto de la crisis fue menor. Así, el norte de Europa respondió mejor a las nuevas condiciones, y poco a poco Flandes e Inglaterra desarrollaron una industria textil que comenzó a reemplazar la de Italia; en esos países los empresarios industriales establecieron sus talleres en el campo, o aprovecharon las horas libres de los campesinos para realizar algunas etapas del proceso de producción textil. España, productora de lana, se orientó a aquellos países, como proveedora de materias primas para su naciente sector industrial.

Tan importante como la crisis económica fue el proceso de pérdida de los poderes políticos y judiciales por parte de los señores. En el sistema sociopolítico feudal, buena parte de las funciones estatales había pasado a manos de los nobles, que habían recibido sus dominios en feudo de parte de un señor o monarca al que se ligaban por obligaciones personales de fidelidad y servicio. El desarrollo de la economía monetaria, las dificultades de algunos sectores de la nobleza o su agotamiento en guerras y rivalidades, el renacimiento de ideales derivados del antiguo derecho romano, contribuyeron a afirmar un proceso de fortalecimiento del poder de los reyes, que se expresó en la recuperación de la soberanía cedida a los señores feudales, en la aparición de burocracias y ejércitos reales y en el desarrollo de sistemas tributarios con alguna eficacia. Estos nuevos estados, en los que el monarca tenía una capacidad creciente de hacerse obedecer dentro de un territorio que comenzaba a corresponder a una nación, adquirieron así mayor capacidad para apoyar y proteger empresas más costosas y audaces, como aquellas ligadas a las nuevas aventuras imperiales.

Mientras tanto, las actitudes culturales de los habitantes de Europa habían cambiado bastante, sobre todo en las ciudades, donde el influjo de comerciantes, financistas, pilotos, geógrafos, etc., daba cierto énfasis a las preocupaciones mundanas y disminuía la importancia de las formas de pensamiento religioso. La cultura del "renacimiento", que se afirmó inicialmente en los centros urbanos italianos y se extendió a los demás países de Europa Occidental, aunque llena de elementos contradictorios, estuvo marcada por la crítica a la tradición dogmática de la Iglesia, la búsqueda de nuevas formas de religiosidad, la afirmación del individualismo, el creciente interés por el descubrimiento de los secretos del universo y del hombre y, por supuesto, por el redescubrimiento de las letras y las ciencias de la antigüedad.

El renacimiento de la ciencia experimental fue impulsado por motivos muy diversos, que iban desde la afirmación de una mentalidad más pragmática y la búsqueda de soluciones a problemas concretos por parte de artesanos, constructores e inventores hasta los esfuerzos más místicos por hallar las más recónditas claves de los secretos del universo, pasando por la especulación filosófica que abría el paso a nuevas formas de concebir la realidad. Pero hayan sido cualesquiera los motivos, el hecho es que la ciencia y la tecnología europeas se convirtieron hacia 1400 en las más avanzadas del universo, superando las creaciones chinas o del mundo árabe. Esta superioridad científica y tecnológica europea sería decisiva en los siglos siguientes y se haría cada día mayor; inicialmente, en el contacto con nuevos pueblos, resultó crucial la diferencia en dos áreas: la navegación y la guerra. Es probable que la mayor sofisticación y desarrollo de la tecnología agrícola hubiera sido a la larga más importante para explicar el conjunto de la evolución europea; en términos inmediatos, sin embargo, los dos aspectos mencionados fueron decisivos. Los avances en la navegación, que se manifestaron en las técnicas de construcción de navíos -modificaciones en las formas de los cascos y el velamen y, hacia 1400, el uso del timón de cola, que dio mucha maniobrabilidad a los buques- y en los conocimientos geográficos y astronómicos, hicieron posible lanzarse a alta mar y abandonar la limitación al Mediterráneo y a las cercanías de las costas atlánticas. Estos cambios, que abrían el Atlántico a la actividad de marinos y descubridores europeos, irían a afectar la posición de los estados occidentales, al permitir a Inglaterra, Francia, España y Portugal lanzarse a una actividad comercial que antes había estado centrada en Italia. Por otro lado, las formas de hacer la guerra fueron afectadas substancialmente con el descubrimiento de la pólvora, realizado por los chinos pero aprovechado en forma rápida y eficaz por los europeos. Hacia 1320 comenzó el uso de los cañones en Europa y unos 150 años más tarde se empezaba a generalizar el de armas de fuego manuales. Las armas de fuego y los avances en la navegación, unidos a otras ventajas culturales como el uso generalizado de la escritura y la disponibilidad de animales domésticos, en especial el caballo, permitieron a los europeos lanzarse a una etapa de descubrimientos y conquistas que inaugurarían, hacia 1500, una fase completamente nueva del desarrollo de la llamada cultura occidental: la de la expansión de la civilización europea, el sometimiento de los demás pueblos al dominio colonial por parte del Viejo Continente, y la unificación creciente del mundo bajo la tutela del capitalismo.

 

2. El Reino de Castilla a fines de la Edad Media

 

España no parecía, a finales del siglo XV, destinada a un futuro muy brillante. Durante casi 800 años gran parte de la energía de los pueblos españoles se había desgastado en una lenta y larga lucha contra los árabes, lo que había dado un carácter peculiar a la sociedad y la mentalidad de los habitantes de la península. Al mismo tiempo, no se había logrado la unificación de la península bajo un solo reino, y en su territorio existían todavía las monarquías de Navarra, Portugal, Aragón y Castilla2.

Castilla contaba hacia 1500 con unos 6 o 7 millones de habitantes, que ocupaban un territorio más bien árido y poco productivo. Durante los siglos de la reconquista la necesidad de poblar las zonas arrebatadas al enemigo había dado pie para que la monarquía ofreciera, en los periodos iniciales, condiciones favorables a los campesinos, sobre los que nunca recayó una condición plena de servidumbre, similar a la existente en otros países europeos. Pero la nobleza recibió de todos modos y en particular durante los dos últimos siglos de la reconquista grandes territorios, principalmente en el sur del país, con los que se constituyeron inmensos señoríos bajo el control de órdenes religioso-militares o de nobles o grandes prelados. Durante la guerra con los árabes la nobleza adquirió un ethos militar y religioso más bien hostil a las actividades rutinarias de la vida económica. Acostumbrados a vivir del botín de la guerra y a fundar su poder en el dominio de la tierra, los nobles fueron adoptando una mentalidad dominada por virtudes militares como el valor y el honor. Esta mentalidad, además, se extendió a amplios sectores de población distintos de la aristocracia, como burgueses y artesanos, e incluso puede sostenerse que llegó a permear a toda la sociedad española.

Dueños de una tierra poco fértil y colocados en un ambiente de frontera militar en el que la posibilidad de moverse con facilidad era una notable ventaja, los nobles se dedicaron con preferencia a la cría de ganado lanar, que encontraba amplios mercados a causa del dramático crecimiento de la industria textil europea. La introducción de las ovejas merino de Africa hacia 1300 permitió mejorar una producción ya muy rentable y la peste negra de mediados del siglo XIV, al limitar la disponibilidad de mano de obra, cargó aún más la balanza en favor de la ganadería, menos exigente en este aspecto que la agricultura. La monarquía castellana, débil y enredada con frecuencia en complejos problemas de sucesiones, sin una burguesía nativa capaz de apoyarla en un eventual enfrentamiento con la nobleza, dejó que ésta aumentara su dominio del campo castellano y ampliara sus poderes políticos. El latifundio se extendió hasta niveles asombrosos: se decía que Leonor de Albuquerque podía viajar de Aragón a Portugal sin dejar de pisar sus propias tierras, y se ha calculado que la nobleza, que representaba menos del 3% de la población, tenía el control del 97% de las tierras no eclesiásticas de Castilla y Aragón3. Los propietarios de ganado lanar, por su parte, organizaron asociaciones de criadores que en 1373 se unieron en la Mesta, un cuerpo gremial investido de amplios poderes económicos y judiciales. Para evitar que los agricultores entrabaran la migración anual del ganado de un extremo de Castilla al otro, la Mesta logró que se consagrara legalmente la norma de que ninguna tierra utilizada alguna vez para pastos pudiera dedicarse a la agricultura (1501), lo que dio la victoria final a los ganaderos sobre los cultivadores de trigo.

Pero a pesar del fuerte dominio de la aristocracia sobre la población castellana, abrumadoramente rural, algunos rasgos de la sociedad eran profundamente diferentes de los de las sociedades feudales europeas. Sólo en algunas pocas regiones de la población rural era estrictamente servil y estaba adscrita a la tierra.

En la mayor parte de Castilla los campesinos eran libres -aunque el límite entre servidumbre y libertad fuera muy borroso e incluyera todo un continuo de etapas intermedias- y usaban la tierra pagando a los titulares de los señoríos diversos derechos y rentas y sujetándose, mientras habitaran en la tierra del señor, a sus poderes judiciales. Así pues, algunos de los rasgos del feudalismo -como la existencia de poder político y judicial en manos de los nobles dueños de señoríos, las relaciones de vasallaje entre el monarca y los nobles y las obligaciones de servicios y tributos de los campesinos a los señores- estuvieron presentes en España, y se acentuaron durante los siglos XIII a XV, pero la ausencia de servidumbre total y de una rigurosa jerarquía de vinculaciones personales entre el monarca y los señores, así como el mantenimiento de algunas prerrogativas de la monarquía, impidieron la consolidación de un orden social y político propiamente feudal4.

La fuerza de la nobleza y la debilidad correlativa de la Corona, sin embargo, nunca se consagraron en un sistema constitucional que limitara explícitamente los poderes del monarca. Las cortes -representantes de la nobleza, la Iglesia y algunas ciudades- eran convocadas usualmente a voluntad de la Corona, casi siempre cuando ésta requería algún subsidio para corregir sus habituales déficit o para iniciar una nueva campaña militar. Pero no se requería la aprobación de las cortes para promulgar nuevas leyes -aunque sí para derogar las antiguas- , y la nobleza y el clero, exentos de obligaciones tributarias, se desentendieron usualmente de las funciones de las cortes y dejaron a las ciudades sufrir aisladas la presión fiscal del rey, sin pretender utilizar un organismo tal para formalizar y consolidar un poder de hecho que parecía alejado de toda posible discusión.

El escaso desarrollo urbano y la ausencia de incentivos para el desarrollo de manufacturas -España tenía ya un buen producto de exportación en la lana, requería pocas importaciones y tenía una amplia industria doméstica artesanal, casi toda para autoconsumo- impidieron la formación de una burguesía amplia y fuerte. Buena parte de las actividades comerciales y financieras fueron asumidas por extranjeros, como los italianos o judíos. Mientras la burguesía formaba un grupo débil, la Iglesia había adquirido un amplio poder. La guerra santa, religiosa y nacional al mismo tiempo, había dado a las órdenes militares religiosas (las de Calatrava, Alcántara y Santiago) inmensas riquezas y vastos señoríos en las zonas que habían ayudado a ganar para el cristianismo. Obispos y clérigos, exentos de impuestos, acumularon concesiones y donaciones hasta que los ingresos de muchos prelados se igualaron a los de los más ricos nobles. El destino de la Iglesia se fue confundiendo con el de Castilla. A falta de una unidad nacional y cultural clara, se forjó sobre todo a partir del siglo XIII una exaltada unidad religiosa que adquiría ilimitado vigor con ocasión de cada guerra o cada crisis nacional. Los judíos, tolerados en la Edad Media a pesar de la legislación antisemita de la Iglesia, se convirtieron en objeto del odio popular desde las pestes del siglo XIV, a lo que se sumó la animadversión de los grupos tradicionales hacia quienes como prestamistas, usureros, cobradores de impuestos, etc., controlaban el poder financiero y buena parte del capital comercial. Muchos judíos, presionados, se convirtieron al cristianismo y entraron a la burocracia o al patriciado urbano y continuaron ejerciendo sus funciones económicas tradicionales. Pero renovadas tensiones y motines condujeron a las primeras normas de limpieza de sangre en 1449, en las que se exigía demostrar que no se tenía sangre de judíos ni de conversos para desempeñar cargos públicos. Pese a esto los reyes siguieron tolerando la presencia judía, aunque los cristianos nuevos tropezaron con crecientes dificultades; sólo el esfuerzo final de unificación nacional, a fines del siglo XV, hizo que la Corona pusiera su fuerza en las luchas contra los judíos, en un momento en el que finalmente las metas de la nación se confundían inextricablemente con los ideales religiosos; así, en 1492 cuando la conquista de Granada eliminaba la última posesión árabe en la península, los judíos fueron definitivamente expulsados de España.

3. La situación de Aragón

 

El reino de Aragón había tenido un desarrollo histórico muy diferente al de Castilla. Menos poblado (contaría quizás con 1.000.000 de habitantes a finales del siglo XV), formado por Cataluña, Aragón y Valencia, había consolidado entre 1270 y 1400 una economía basada en la producción y exportación de textiles. La monarquía, al servicio de un patriciado urbano que cosechaba los beneficios del comercio textil, emprendió exitosas aventuras imperiales, que le permitieron incorporar en 1409 las islas de Cerdeña y Sicilia al cetro aragonés. Las cortes de Cataluña, Aragón y Valencia, apoyadas en el gran poder de la burguesía y en una tradición feudal más profunda que la de Castilla, se reunían con frecuencia y lograron consolidar un sistema constitucional en el que se definían claramente los poderes y obligaciones de gobernantes y gobernados; las cortes gozaban de poderes legislativos y para expedirse cualquier ley era necesario el consentimiento mutuo del rey y las cortes.

Pero Aragón, vinculado estrechamente a la economía urbana del Mediterráneo, sufrió con dureza la crisis de finales de la Edad Media. Ya para 1400 eran visibles las señales de decadencia. La población rural, disminuida por las pestes (el número de habitantes de Cataluña pasó de unos 430.000 en 1365, cuando ya había pasado la más violenta de las plagas, a unos 280.000 en 1497) aprovechó la coyuntura para debilitar los derechos feudales y mejorar su situación. Una áspera lucha social se desarrolló durante toda la primera mitad del siglo XV y culminó en una guerra civil, de 1462 a 1472, a la que confluyeron otros elementos de crisis. La industria textil se enfrentaba a una creciente competencia europea y muchos de los patricios urbanos prefirieron invertir sus capitales en tierras. Los genoveses desplazaron en parte a los aragoneses del comercio con Castilla y de las actividades financieras; el comercio con el Mediterráneo se hallaba hacia 1450 en clara decadencia. En el ambiente cada vez más cargado los artesanos, pequeños comerciantes, obreros textiles, etc., derribaron a la oligarquía de rentistas y comerciantes que controlaban las instituciones municipales de Barcelona e intentaron poner en marcha un programa de rígida protección textil (1453). Tratando de transferir los costos de la crisis al campo, el Rey abolió en 1455 los derechos feudales y la obligación de residir en la tierra del señor. La nobleza esperaba una eventual revocación de estas decisiones, pero la proclamación de Fernando (el Católico) como heredero de Aragón, en vez de su hermano medio Carlos, aliado de los nobles, hizo perder esperanzas a la nobleza que se enfrentó entonces con las armas a la monarquía. Una violenta guerra civil se extendió por Aragón. Los múltiples enfrentamientos -el Rey contra la aristocracia, señores contra campesinos, grandes burgueses contra pequeños burgueses y artesanos, familias rivales en busca de poder local- dieron a la guerra un confuso carácter y la hicieron muy destructiva. A consecuencia de ella el poder real se consolidó y las medidas contra la nobleza quedaron en pie. Sin embargo la crisis económica se acentuó y Aragón resultó incapaz de reconstruir las bases de su poderío comercial e industrial.

4. La unión de Castilla y Aragón

Los dos reinos de Castilla y Aragón eran los más importantes de la Península Ibérica al finalizar el siglo XV. Ambos habían incorporado varios reinos y dominios más pequeños en su proceso de expansión hacia el sur y Castilla, en especial, había afirmado una voluntad de cruzada que podía ser puesta al servicio de ideales de unidad nacional. Pero la unión de los dos reinos hecha posible por el matrimonio de los dos herederos -Isabel de Castilla y Fernando de Aragón- en 1469, fue más la consecuencia de consideraciones dinásticas que el resultado de confusas y tal vez inexistentes aspiraciones nacionales. Cuando Isabel recibió el trono en 1474, y Fernando el suyo en 1479, cada uno heredaba únicamente el mando sobre su propio reino, sin que se considerara una posible unificación de Castilla y Aragón. Aunque Fernando e Isabel gobernarían en forma conjunta, al final de su reino cada monarquía seguiría independiente. En la práctica la unión, que era teóricamente de iguales, resultó en la subordinación de Aragón -el reino más avanzado y moderno, pero más débil demográfica y militarmente- a Castilla y a sus intereses. Y esto ocurrió aunque fuera Fernando quien se encargara de la política internacional, apoyándose en su mayor familiaridad con las complejidades de esa naciente diplomacia renacentista en la que, como lo revelara la obra de Maquiavelo, quien consideró a Fernando un magnífico ejemplo de ella, se advierte el triunfo de la astucia y la voluntad de poder sobre la moral tradicional.

Los nuevos monarcas, apoyados en su creciente poder interno, lograron rápidamente la culminación de las luchas de la Reconquista. En 1482 Castilla se apoderó del Alhama, en 1487 cayó Málaga y en enero de 1492 fue capturado el último reducto árabe, Granada. En la exaltación del triunfo se ordenó la expulsión de los judíos; así la nobleza veía desaparecer el único grupo social distinto de ella con algún poder económico de significación. Los que quisieran convertirse podrían permanecer en España, aunque quienes lo hicieron se convirtieron con frecuencia en víctimas favoritas de la Inquisición. La situación tenía adicional ironía si se piensa que durante años se había atacado continuamente a los conversos; ahora se presionaba la conversión más o menos coactiva de miles más. En 1502 el obispo Francisco Jiménez de Cisneros impuso a los moros de Castilla la disyuntiva de convertirse o emigrar, que muchos resolvieron con una conversión aparente. Con esto se lograba al menos nominalmente la unidad religiosa; ahora sólo quedaban en España, fuera de los cristianos viejos, los "conversos" judíos y los recientes conversos del Islam (los "moriscos"); algunos moros de Aragón, que eran fuerza de trabajo de la nobleza, fueron tolerados hasta 1526. A cambio de esta unidad religiosa, que iba a adquirir mucho peso en la mentalidad de los españoles, sufría la economía, pues la salida de unos 120 a 150.000 judíos implicó el retiro de gran parte del capital comercial y financiero y la pérdida de muchos especialistas y artesanos, mientras que la expulsión de los árabes que rehusaron convertirse acentuó la debilidad de la agricultura española. La ausencia judía fue especialmente grave y sólo pudo ser suplida en parte por la intervención creciente de otros grupos de capitalistas extranjeros. Genoveses, flamencos, alemanes pudieron así adquirir en un momento u otro el dominio de sectores claves de la economía española, aunque los conversos, con su número recién inflado, desempeñaron un continuo papel en tales actividades y siguieron, por lo tanto, siendo víctimas de la mentalidad anticapitalista de fuertes sectores nobiliarios y de la sospecha acerca de la sinceridad de la conversión, mantenida con impecable lógica por quienes habían aprobado que se les obligara a adoptar la cristiandad5.

Tan importantes como el fin de la reconquista fueron las modificaciones que los Reyes Católicos introdujeron en la balanza del poder interno de España. Aunque ambos monarcas se mantuvieron aferrados al ideal medieval del buen príncipe, cuya autoridad no está limitada pero que al orientarse al bien común no puede chocar con las prerrogativas, derechos y fueros de los gobernados, Castilla evolucionó en un claro sentido autoritario, que aumentó los recursos políticos de la Corona a costa de los poderes de la nobleza y la burguesía. Aragón, gobernado casi siempre en ausencia, afirmó por el contrario los elementos contractuales de su constitución; con esto los dos reinos se separaron aún más en sus formas reales.

Etapas decisivas en el proceso de afirmación de la autoridad real en Castilla fueron las Cortes de Madrigal (1476) en las que se creó un cuerpo permanente de policía y administración judicial rural, la Santa Hermandad, que logró pacificar el campo español, presa de bandidos y vagabundos. Las cortes de Toledo (1480) dieron un fuerte golpe a la nobleza, al exigir que devolviera la mitad de todo el ingreso usurpado al rey por los nobles desde 1464 (aprovechando sobre todo las guerras civiles, en particular la que enfrentó a Isabel con la pretendiente al trono, Juana la Beltraneja, entre 1474 y 1479). La importancia de esto no debe exagerarse: les quedaba en todo caso la mitad de lo usurpado, y pronto muchos nobles fueron compensados por lo que debieron ceder. Además se instauró un consejo real, el Consejo de Casti­lla, que reemplazó a la nobleza en el ejercicio de las funciones políticas de la corte. Esta medida refleja en forma justa el sentido de la evolución de la monarquía, aún más que la orden de devolución. Los reyes querían esencialmente debilitar el poder político de la nobleza, pero no estaban interesados en disminuir sus poderes económicos y sociales. El Consejo de Indias estuvo compuesto en su mayoría por letrados, burgueses o plebeyos, usualmente fieles a la corona a la que debían su encumbramiento y desligados de toda solidaridad de clase con la burguesía o los sectores populares. Ver en el ascenso de estos individuos un ascenso burgués es optimista, como lo muestra la firmeza con la que se enfrentó la realeza con los poderes políticos de las municipalidades y las cortes. En efecto, a partir de 1480 la corona nombró |corregidores, delegados directos suyos, en casi todas las ciudades; estos nuevos funcionarios limitaron de manera drástica las funciones de los cabildos, la institución en la que se expresaban los intereses autónomos urbanos. Asumieron también muchas de las tareas judiciales ejercidas antes o por el alcalde (nombrado por el cabildo) o por el señor, en los casos en los que la villa estaba sometida a un señorío. El sistema judicial se completó con la formación de tribunales reales para resolver los casos sujetos a una segunda instancia (Audiencias).

Más bien que disminuir, el dominio económico y social de la nobleza sobre el sector rural aumentó; la reorganización del estado hecha por la monarquía no había sido hecha contra la nobleza sino más bien en alianza con ella. Nuevas tierras fueron concedidas a los nobles tras la conquista de Granada; en 1515 se confirmó y extendió el derecho a establecer mayorazgos, lo que reforzaba el orden estamental español. Además los Reyes conce­dieron muchas hidalguías, una política que iba en el mismo senti­do de las anteriores. En la jerarquía social española, después de los "grandes" (unos 25, que conservaban el sombrero en presen­cia del rey) y de los nobles titulados, venían los hidalgos, exentos como los anteriores de toda obligación tributaria. Los hidalgos tenían derecho a ser tratados con el título de "don" y constituían una capa de nobles muchas veces empobrecidos; una gran parte de la población española estaba formada por hidalgos, y a esa parte se añadían cada vez nuevos grupos, en premio de determinadas acciones o, después de 1520, por compra del título. Este último procedimiento, al ser utilizado por plebeyos enrique­cidos, sacaba de las listas tributarias a quienes tenían precisa­mente con que pagar impuestos, y gravaba en forma creciente al pueblo bajo y en especial a los campesinos. Este hecho, junto con la prohibición a los nobles de desempeñar oficios "viles", que retiraba del trabajo productivo a muchos hidalgos recientes, acentuó la crisis de la agricultura que la decisión de 1501 en favor de la Mesta no había hecho sino subrayar.

En el terreno económico, la corona adoptó políticas monopolistas: el tráfico de lana fue entregado al Consulado de Burgos (1494), siguiendo antecedentes aragoneses, con el objetivo adicional de facilitar el cobro de tributos a una de las fuentes esenciales de ingresos de los reyes. La industria, menos fácil de someter a un sistema simple de impuestos, fue atendida menos por Isabel y Fernando. España tenía un conjunto de industrias artesanales bastante amplio, y una proporción muy alta de la población caste­llana empleaba parte de su tiempo en ellas, en su propio hogar o incluso como asalariados. Fernando, siguiendo el ejemplo arago­nés, trató de organizar estas industrias en gremios, lo que iría a dificultar su desarrollo. En un momento en el que los gremios entraban en crisis en Europa, la adopción de una política de este tipo, hostil a innovaciones tecnológicas, disminuciones de costos y aumentos de la producción, no podía ser más inadecuada. Pero a pesar de que la política económica de los Reyes Católicos no condujo a un desarrollo importante de la producción española, excepto indirectamente, en cuanto garantizaron un buen grado de paz interior y en la medida en que apoyaron las expediciones de descubrimiento y conquista de América, la política tributaria fue mucho más exitosa: la corona aumentó sus ingresos en forma extra­ordinaria y logró en la práctica una plena independencia de las contribuciones de las Cortes.

A los anteriores aspectos de afirmación del poder real se añadió la política relativa a la Iglesia. Una de las más importantes medidas de los reyes fue incorporar a la corona las órdenes religiosas militares, colocando a Fernando como patrón. Con esta medida se incorporaban al dominio real tal vez un millón de vasallos y se ponían en manos de Fernando unos 1.500 cargos para premiar a sus amigos. En esta incorporación se advierte el frío realismo con el que se manejaron estos asuntos, evidente también en la pretensión de Isabel de que el Papa se limitara a confirmar sus nombramientos de obispos. Nada se logró en este sentido hasta 1486, cuando Inocencio VIII, que requería la ayuda militar y política de Fernando para apoyarse en Italia, dio a los reyes el derecho de "patronato" -o sea de seleccionar los obispos- en las iglesias que se establecieron en Granada. El proceso siguió, y otra vez interesado en apoyo en los conflictos italianos Ale­jandro VI concedió en 1493 el derecho exclusive a evangelizar en América -fuera de legitimar la autoridad temporal de los reyes españoles sobre los territorios descubiertos- y en 1501 cedió los diezmos que se cobraran en las nuevas tierras. Julio II, el belicoso sucesor de Alejandro, entregó en 1508 el patronato sobre las iglesias de Indias y Adriano VI dio a Carlos V en 1523 el derecho de presentación de todos los obispos de España, con lo que se garantizaba la subordinación política de la Iglesia al estado español. Esta subordinación no representó una gran prueba para la Iglesia. Más bien la fortaleció, en la medida en que Isabel se esforzó por reformarla, escogiendo con cuidado los obispos, colocando en las sedes eclesiásticas a hombres severos e ilustrados, impulsando la reforma de los colegios y los monaste­rios, en muchos de los cuales se vivía sin disciplina ni morali­dad. Fue tal la decisión con que se hicieron las reformas que se dice que un buen número de monjes en Andalucía se convirtió al islamismo por no soportar los rigores de la nueva disciplina.

Con un estado más moderno y efectivo del que existía pocas décadas antes, capaz de recaudar una elevada tributación, de imponer su voluntad sobre nobles, ciudades y prelados, España se encontraba en una nueva situación a finales del siglo XV. La monarquía había acumulado suficiente poder para apoyar con deci­sión las empresas imperiales que pronto se plantearían a España, en parte como continuación del impulso de la misma Reconquista. La nobleza, beneficiada con su poderío económico en aumento y por la eliminación de los sectores burgueses, estaba lista para empresas imperiales en Europa y para buscar beneficios eventua­les en la conquista de América. Por otro lado, la orientación de la economía hacia la ganadería favorecía la creación de continuos excedentes de población sin empleo, la aparición de gente dispuesta a toda clase de aventuras militares y coloniales. La estructura económica española, aunque no fuera muy sana ni pudie­ra transformarse fácilmente para romper las limitaciones que en especial le imponía la situación agraria, podía sin embar­go soportar una alta dosis de tributación. La experiencia de la reconquista y la de los dominios aragoneses en Italia dieron a España, tanto al prestar gran importancia a las virtudes y habi­lidades militares y al orientar buena parte de la población hacia ideales guerreros como al conformar antecedentes para la adminis­tración de colonias y poblaciones conquistadas, una experiencia de la que se nutriría en el proceso de la conquista americana. Por último, la conciencia de misión y de cruzada y la religiosidad exaltada y febril derivada de la lucha contra los árabes permi­tían a los españoles colorear las más audaces aventuras imperia­les con los honestos matices del servicio a Dios y a la cristian­dad. Todos los factores mencionados, de un modo u otro, se entre­lazaron hacia el año 1500 para dar a España los medios y la energía necesarios para la empresa americana.

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